Bitácora de viaje: Talampaya – parte 1 de 2

Bitácora de viaje: Talampaya – parte 1 de 2

Por Martín Farina

Talampaya es uno de los sitios con más arraigo en el inconsciente colectivo de la paleontología argentina. Quizás por eso cuando surgió la posibilidad de participar en una campaña no dudé en postularme pese a que el objetivo principal del viaje estaba muy alejado de mi tema de doctorado (las huellas fósiles).

Con el investigador responsable, Leandro Gaetano, trabajamos en el mismo laboratorio por lo que no fue difícil conversar sobre la campaña y lo que podía aportar desde mi óptica. Fue muy receptivo y luego de varias charlas me sumé al equipo. El objetivo era buscar cinodontes, ancestros de los mamíferos, cuyos fósiles no son más grandes que un canto rodado. El sitio objetivo era la Formación Los Colorados, ahí donde el Triásico empieza a codearse con el Jurásico.

La empresa tiene los condimentos que le gusta a cualquier persona amante de la naturaleza. Un desierto agreste con temperaturas extremas, belleza paisajística, historia natural y una fauna que está acechando todo el tiempo.

Cuatro de los integrantes formamos parte del Laboratorio de Estudios Paleobiológicos en Ambientes Continentales del IDEAN: Leandro, investigador adjunto de CONICET, a cargo de la campaña, Federico Seoane, investigador asistente de CONICET, Juan Cristóbal Chacón Sotomayor, tesista de licenciatura y yo, tesista de doctorado. El quinto integrante fue Christophe Hendrickx, paleontólogo belga haciendo el postdoctorado en el Instituto Miguel Lillo de Tucumán. Todos eran o más o menos especialistas en el tema o ya habían estado en el sitio de estudio. El único acostumbrado a otra dinámica de trabajo era yo.

Las jornadas fueron largas y exhaustivas. Buscar a un nivel tan pequeño lleva un esfuerzo cognitivo de importancia. Rastrear fósiles no más grandes que un dedal que se encuentran entre cientos de rocas de igual tamaño y color es la representación más literal de buscar una aguja en un pajar. Los periodos de atención de quienes no estábamos acostumbrados eran breves, por lo que se hacía necesario un respiro luego de un rato.

Físicamente, el trabajo era extenuante. Pasábamos horas cuerpo a tierra o caminando encorvados identificando una por una las rocas de las hoyaditas, esas pequeñas depresiones donde se acumulan los sedimentos. Algunos días juntábamos todas las rocas sospechosas y las analizábamos con lupa en un laboratorio que montamos en el campamento.

Recién al tercer día se escuchó el grito. “¡Acá encontré!” fueron las palabras de Leandro que mostraba orgulloso lo que parecía una mandíbula muy pequeña. Hubo un breve festejo, miramos detenidamente el fósil y minutos después, cargados de adrenalina por la buena nueva, estábamos otra vez panza al piso buscando la roca premiada entre miles.

Continuará…